El fútbol sí hace falta
Por Anselmo “Chemo” Quiroz
Miente quien diga que el fútbol no hace falta. Quien así piense, no solo se engaña sino que corre el peligro de ahogarse al querer tragarse semejante mentira.
Es posible que ir a los estadios ya no sea tan apasionante, especialmente para quienes un día rebosamos la taza de la emoción viendo un cabezazo de Lóndero o Vilarete, un túnel de Cueto, un amague de Victor Ephanor, una atajada de Delménico, una descolgada de Asprilla, una atrevida escapada de René, un milimétrico pase del Pibe, un driblig de Willington o una mágica chilena goleadora de Aristi. Aún así, muchos seguimos asomándonos a los estadios o pegados de la tv.
Aparte de la magia del juego, el fútbol hace falta por muchas otras cosas, tajantes e inocultables. Es, sin dudas, la mayor entretención del pueblo y un poderoso aliciente para gran parte de nuestra juventud, que arde en emoción ante un clásico o una final, y que hasta los ve como el éxtasis de su realización personal.
Pero señores, el fútbol no es sólo eso que se juega en las canchas y se ve en las tribunas o en la tele. El fútbol va mucho más allá. A su alrededor se mueven miles de pequeñas y grandes cosas, invisibles sólo para quienes se niegan a verlas.
Desde los multimillonarios contratos de algunos jugadores hasta el humilde vendedor de mangos que lleva el diario a casa después del partido, todos dependen del juego del balón.
¿De dónde salen los sueldos de jugadores y técnicos, asistentes, médicos, psicólogos, masajistas, dietistas, auxiliares, kinesiólogos, empleados y presidentes de clubes?
Las dueños de aerolíneas, los vendedores de pasajes, conductores de buses, los hoteles y sus empleados, los restaurantes y sus empleados, los fabricantes de implementos y uniformes, los expendedores de medicina y complementos vitaminicos, etcétera, todos claman por el fútbol.
La industria de la informalidad que reúne a miles de sus integrantes alrededor de los estadios, representados en vendedores de gaseosas, jugos y cervezas, expendedores de mangos, mazorcas, chicles, algodón de azúcar, colesterol, cojines, plásticos, chuzos, banderas, camisetas, gorras, pitos, paraguas, llaveros y demás, no son intangibles. Agregue a revendedores de boletas, minoristas de licores, cuidadores de carros, empleados de parqueaderos, etcétera.
Y dentro de los estadios encontramos otro ejército de trabajadores, más identificables que los de afuera, pero con los mismos afanes y necesidades. No olvide a los trabajadores de la prensa, la radio, la televisión y los nuevos medios.
Es un montón incalculable de familias que, gracias al fútbol, viven bien o viven regular, pero viven. Hay negocios buenos y malos, pero nadie se regresa a casa con las manos vacías.
Es verdad que el fútbol de antes, ese espectáculo dominguero, era más racional y emocionante. Es verdad que los dirigentes de antes eran menos altaneros y prepotentes que los de ahora. Es verdad que el hincha moderno es más revoltoso y exigente que el del pasado.
Pero desde cuando el brasileño Joao Havelange, con base en la pasión del aficionado, convirtió el fútbol en una de las mercancías más productivas del mundo, todo cambió alrededor del balón. El romanticismo de la pelota fue relegado por la avaricia del humano. El esférico comenzó a rodar envuelto en montones de dólares y entonces llegaron los escándalos de corrupción con sus investigaciones, demandas y detenciones. Ni la mismísima Fifa se salvó.
Si el fútbol no se engulló a todos los demás deportes fue por la histórica esencia del atletismo, el tenis, el ciclismo, el automovilismo, el golf, el beisbol y el baloncesto. Los demás quedaron prácticamente huérfanos de patrocinios. Todo era para el fútbol.
El Todopoderoso balompié se apoderó del mundo. Por la cabeza de nadie podía pasar la idea de que, en un santiamén, un día todo se vendría al piso.
Y pasó. Y la poderosa Fifa, aunque conserva su fortuna, hoy añora su poder. Los grandes clubes del mundo, ahogados en astronómicas nóminas, buscan dramáticamente cómo aminorar los irracionales contratos que un día les firmaron a algunas de sus estrellas.
Y los arrogantes dirigentes nacionales vieron cómo la gallinita de los huevos de oro se les fue volando y nada han podido hacer para devolverla al nido.
En vez de formar técnicos para agrandar nuestro fútbol desde la base, importaron figurones para clasificar la selección a los mundiales y poder así reclamar los jugosos premios en dólares que otorga la Fifa.
En vez de consolidar el fútbol como el entretenimiento mayor del pueblo colombiano, se lo quisieron imponer como un gasto más. Pague o pague, aunque el show carezca de calidad. No plantearon alternativas.
Hoy, con los estadios cerrados, con los equipos arruinados, el balón desinflado y los protocolos del retorno más caros, el fútbol colombiano vive el momento histórico más delicado.
Pero el fútbol tiene que volver y ojalá sea pronto porque todos lo necesitamos. Y cuando eso suceda, esperamos que llegue con menos altanería directiva, con el propósito único de entretener al aficionado, con una gran lucha por mejorar el espectáculo y sin ese pérfido afán de atesorar riquezas.
No olvidemos que hoy, el verdadero afán de todos, es el de sobrevivir.
Dejemos ahí.
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